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AL GRITO DE MEJORAS EN EL HOSPITAL: AUSENCIA Y COBARDÍA

«…, hoy domingo día 16 de noviembre de 2025, la plaza de Santa María y escalinatas de acceso al Castillo han sido testigos de una concentración de miles de vecinos de Almansa y su comarca y también del Valle de Ayora que, convocados por la Plataforma de Defensa del Hospital General de Almansa, han mostrado su gran decepción y malestar con la evidente disminución de la calidad de los servicios sanitarios que se prestan en el Hospital General de Almansa…»

Luis BONETE PIQUERAS. Periodista Copyright-2025

Hoy domingo día 16 de noviembre de 2025, la plaza de Santa María y escalinatas de acceso al Castillo han sido testigos de una concentración de miles de vecinos de Almansa y su comarca y también del Valle de Ayora que, convocados por la Plataforma de Defensa del Hospital General de Almansa, han mostrado su gran decepción y malestar con la evidente disminución de la calidad de los servicios sanitarios que se prestan en el Hospital General de Almansa.

El portavoz de la Plataforma ha informado a los presentes sobre la última reunión mantenida con el gerente del Hospital, Antonio Sánchez, marioneta médica en manos de la consejería de Sanidad de CLM, funesto gestor de los medios de que dispone y último responsable del desmantelamiento de servicios como la UCI o la Unidad de Dolor del Hospital.

Hubo reproches elocuentes y denuncias por parte de la Plataforma de la pérdida de especialistas, de las interminables listas de espera que crecen y crecen, también de la pérdida de especialidades, y se evidenció que un Hospital como el de Almansa, diseñado para atender a más de 50.000 pacientes, contara a día de hoy, por poner un ejemplo, con un solo especialista rehabilitador y…, ¡a media jornada!

Desde la Plataforma de Defensa del Hospital de Almansa, se censuró duramente la alarmante ausencia en la concentración de los miembros del equipo de Gobierno presidido por la socialista Pilar Callado. Pero las invectivas más duras fueron dirigidas a la concejal de Sanidad, María José Romero, una mujer que, en palabras del portavoz de la Plataforma, “…, ni siquiera conocemos, ya que jamás desde nuestra fundación ha intentado hablar con nosotros…”.

Si bien es cierto que las competencias en Sanidad del equipo de Gobierno social-comunista de Almansa que preside Pilar Callado, son escasas o nulas, ello no es razón bastante que justifique el “mutis por el foro” con el que la regidora almanseña y su equipo de Gobierno obsequió ayer a los vecinos que la auparon al poder municipal.

Veamos. Cuando hay un conflicto directo entre intereses ciudadanos básicos en este caso como la sanidad y la imagen del partido que gobierna Almansa, la ética democrática exige, si o si, priorizar a los ciudadanos. Existen diferentes y rotundas razones para ello:

La sanidad no es un asunto político negociable, sino un derecho fundamental reconocido constitucionalmente. Los cargos públicos juran o prometen su cargo para servir al interés general, no para proteger la reputación de su partido. En este contexto todos conocemos que un cargo electo tiene múltiples lealtades, pero no todas están al mismo nivel:

1.- La Constitución y los derechos fundamentales de los ciudadanos.

2.- El interés general y el bienestar de quienes representa.

  1. El programa electoral y sus compromisos.
  2. La imagen o cohesión del partido.

Hoy, todos los asistentes a la concentración de la Plataforma por la Defensa del Hospital de Almansa, hemos ejercido de notarios de la vergonzosa situación que se produce cuando una alcaldesa socialista, como Pilar Callado, su concejala de Sanidad, María José Romero, y su socio comunista, Cristian Ibáñez, anteponen descaradamente y sin importarles nada de lo que dicen sus gobernados la disciplina partidista a las necesidades sanitarias reales de los ciudadanos.

Lo digo alto para que se me entienda. Los tres, Callado, Romero e Ibáñez, en representación de unos partidos, PSOE e IU, a los que se les llena la boca de presumir y autodenominarse progresistas: han traicionado de forma palmaria su mandato representativo. Han contribuido, con su falta de empatía a que un problema más que grave como es el de la sanidad, continúe en la senda de la no resolución. Se han cubierto de gloria luciferina alimentando, si es que es posible más, la desafección ciudadana con la política. Y con su asquerosa cobardía, han ensuciado y mancillado el honor de ser ediles democráticos al convertir su cargo en un instrumento del partido que les alimenta, que les hace transferencias todos los meses, que les garantiza (a ellos sí) una atención sanitaria pública preferente, en vez de alinearse con el pueblo que los ha llevado al lugar de privilegio que ocupan.

Callado, Romero e Ibáñez meditan que el conflicto real no es entre ciudadanos que defienden la sanidad o el partido, sino entre valentía política y cálculo de carrera. Los tres munícipes almanseños citados, que serán lo que sean pero tontos no lo parecen, saben pero que muy bien cual sería el camino correcto, y que no es otro que el de apoyar, al menos con su presencia, las justas reivindicaciones de los almanseños, la comarca y el Valle de Ayora…, pero no lo hacen, ni lo harán, porque además de exhibir públicamente su condición de achantados y cagones, lo que más temen son las represalias internas: perder apoyos, ser marginados en listas electorales, pero sobre todo, quedarse sin el sueldo que sale del bolsillo de los vecinos a los que insultan y faltan al respeto con su clamorosa ausencia. Cuando hay un conflicto directo entre intereses ciudadanos básicos como la sanidad y la imagen del partido sea el que sea, la ética democrática exige siempre priorizar a los ciudadanos.

Tome nota quien estas letras pueda leer: en democracia, la cobardía política ante estos dilemas es tan grave como la corrupción económica.

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TIRANIA VANS: UN CLAVO EN EL ATAUD DE LA AUTENTICIDAD

«…, en 1985, España apenas llevaba una década en democracia. La sociedad de consumo estaba en pañales. La mayoría de las familias salían de décadas de penuria, y el instituto era un reflejo de esa realidad: mochilas heredadas, libros forrados con papel kraft, uniformes remendados…. La pobreza relativa era tan generalizada que resultaba invisible como motivo de mofa…»

Luis BONETE. Periodista Copyright-2025

En 1985, España apenas llevaba una década en democracia. La sociedad de consumo estaba en pañales. La mayoría de las familias salían de décadas de penuria, y el instituto era un reflejo de esa realidad: mochilas heredadas, libros forrados con papel kraft, uniformes remendados…. La pobreza relativa era tan generalizada que resultaba invisible como motivo de mofa

Las marcas existían, por supuesto. Estaban los vaqueros Lois, los jeans Levi’s traídos de contrabando, algún que otro polo Lacoste o Fred Perry en las familias más pudientes…. Pero eran excepciones exóticas, no el precepto exigido. Portear ropa sin marca no te convertía en paria social porque la inmensa mayoría estaba en la misma situación.

Y algo fundamental: los adolescentes de entonces compensaban la escasez de objetos de consumo con creatividad identitaria. Customizaban su ropa, pintaban sus mochilas, se definían por sus gustos musicales -rockeros, heavies, modernos, tecnos, punkis- o por sus ideas políticas. La identidad se cimentaba desde dentro, no se compraba en una tienda. El dinero no lo era todo.

En los años 80, el capital social en el instituto se medía por otros parámetros: tu personalidad, tu sentido del humor, tu valentía, tu habilidad en el fútbol del recreo, tu talento para tocar la guitarra, tu rebeldía auténtica. Había líderes naturales que no tenían dinero, y niños de familias acomodadas que pasaban desapercibidos.

Hoy en día, es preocupante observar cómo la adolescencia, ese período crucial de formación de la identidad, ha quedado secuestrada por el consumismo más descarado. Los jóvenes en ruta a su centro educativo no acarrean mochilas para transportar libros; ostentan estandartes de pertenencia, uniformes no oficiales que determinan su estatus en la jerarquía social del instituto. Y lo más alarmante es la crueldad con la que se castiga a quien osa desviarse de este precepto no escrito.

El respeto se ganaba con actitud, no con etiquetas. Un adolescente ingenioso y carismático con ropa de mercadillo tenía más estatus social que uno aburrido con ropa cara. El escalafón social era complejo, multifactorial, y el dinero era solo uno de muchos elementos.

El cambio llegó gradualmente en los años 90. España entró en la Unión Europea, la economía se globalizó, llegó la televisión privada bombardeando con publicidad. Marcas deportivas como Nike, Adidas, Reebok, Converse All Star, entre otras, inauguraron la conquista del imaginario juvenil.

Cuarenta años después, el panorama es irreconocible: es más que evidente que por las calles, pero sobre todo por los pasillos de nuestros institutos se libra una batalla silenciosa pero devastadora. No se trata de notas, ni de aprendizaje, ni siquiera de bullying tradicional. Se trata de algo mucho más insidioso: la dictadura de la marca, donde una simple mochila VANS se ha convertido en el pasaporte obligatorio para la aceptación social.

Los adolescentes actuales han visto reducida su identidad a las marcas que consumen. Ya no se definen por sus ideas, sus gustos musicales (homogeneizados por Spotify y TikTok), sus habilidades o su personalidad. Se definen por lo que llevan puesto. Hoy, la presión es continua y multifrontal: la mochila correcta, el móvil correcto, los auriculares correctos, la ropa de las marcas correctas.  La mochila VANS no es un objeto; es una declaración de existencia: «Soy porque consumo, luego existo«.

En 1985, podías ser «rockero«, «empollón«, «gracioso” o «deportista«. En 2025, eres «el que lleva VANS» o «el pringado sin marca«. La complejidad ha sido aplastada por la uniformidad consumista.

Hace cuarenta años, existían espacios de resistencia. Ser punk, alternativo o contracultural era socialmente respetable, incluso admirado. Hoy, la contracultura ha sido fagocitada por el marketing. Las marcas venden «rebeldía» empaquetada. Incluso la ropa «alternativa» necesita ser de marcas específicas para ser aceptada.

Los adolescentes de 2025 no tienen referentes que rechacen el consumismo. Sus ídolos de TikTok e Instagram son una fauna de influencers que, a pesar de ser más vagos que la chaqueta de un guarda, aparecen guapos y lustrosos en las redes sociales, protagonizando publicidad 24/365. La música mainstream como el reggaetón y otras mierdas es una colaboración constante con marcas de moda. No hay escapatoria del mensaje: consume o muere socialmente.

En 1985, una familia de clase trabajadora podía equipar a su hijo para el instituto con muy poco: una mochila que duraba años, ropa heredada o del mercadillo, material escolar básico. Y el hijo no sufría estigma social por ello.

En 2025, esa misma familia debe destinar cientos de euros a marcas específicas solo para evitar que su hijo sea humillado. No es una cuestión de necesidad funcional, sino de extorsión social. Las familias se endeudan, renuncian a necesidades básicas para poder pagar el peaje de la aceptación social de sus hijos.

En 1985, si sufrías una burla en el recreo, al menos llegabas a casa y descansabas. Tu familia era tu refugio. La humillación tenía límites espaciales y, afortunadamente, temporales.

En 2025, no hay amparo que te salve. Las redes sociales convierten cualquier «defecto» en contenido viral. Una foto de tu mochila «cutre» puede perseguirte durante años, reaparecer en forma de meme y ser comentada por desconocidos. La humillación es pública, permanente y algorítmicamente amplificada.

Además, los adolescentes viven en una exhibición constante. Instagram Stories, TikTok, Snapchat, Facebook: todo es escaparate, todo vanidad, todo es evaluado, todo suma o resta puntos en un marcador social invisible pero implacable.

En los años 80, una moda podía durar años. Si comprabas unas zapatillas de marca, servían para varias temporadas. Hoy, las tendencias cambian cada tres meses. TikTok y las marcas de fast fashion han creado un ciclo frenético donde lo que era tendencia y “cool” en septiembre es ridículo en diciembre.

Esta aceleración tiene dos efectos perversos: primero, incrementa el apremio económico sobre las familias; segundo, genera una ansiedad permanente en los adolescentes que nunca pueden relajarse porque la próxima moda ya está a la vuelta de la esquina.

Los adolescentes de 1985 tenían menos objetos, pero más libertad psicológica. Los de 2025 tienen más posesiones materiales que nunca en la historia, pero viven esclavizados por ellas. Tienen armarios llenos, pero sienten que no tienen «nada que ponerse» si no es de la marca correcta. La abundancia material ha generado pobreza espiritual. Nunca tuvimos tanto y nunca fuimos tan infelices con lo que tenemos.

En los 80, un adolescente que customizaba su ropa o creaba su propio estilo era admirado por su creatividad. Hoy, si te atreves a personalizar tu mochila pintándola tú mismo, eres «raro«, «pobre» o «friki«. La autenticidad ha sido reemplazada por la conformidad de marca. La ironía es patente: las marcas venden «individualidad» pero exigen uniformidad absoluta. «Exprésate comprando exactamente lo mismo que todos los demás» es el mantra esquizofrénico de nuestra época.

En cuarenta años hemos perdido algo precioso que teníamos en los 80: la capacidad de ser alguien sin necesidad de comprar esa identidad. Hemos perdido la pluralidad real, la creatividad auténtica, la libertad de no participar en el juego del consumismo sin pagar un precio social devastador.

Es cierto que los adolescentes de 1985 eran más pobres materialmente, pero más ricos en posibilidades de ser. Los de 2025 tienen más objetos, pero menos libertad para construir su identidad fuera de los dictados del mercado.

Los que fuimos adolescentes en los 70 o 80 y ahora somos padres o abuelos debemos asumir nuestra responsabilidad. Vivimos la transición, vimos cómo el consumismo conquistaba espacios, y no hicimos lo suficiente para proteger a la siguiente generación. Peor aún: muchos participamos activamente en normalizar estos valores.

Nosotros, que conocimos una adolescencia donde era posible ser alguien sin marcas, hemos permitido -a veces incluso fomentado- que nuestros hijos crezcan en una prisión consumista infinitamente más opresiva que la que nosotros conocimos.

La pregunta que deberíamos hacernos es si podemos recuperar algo de aquella libertad perdida. ¿Podemos crear ambientes y vida en institutos donde se valore de nuevo la creatividad, la personalidad, las ideas, el talento, por encima del poder adquisitivo? ¿Podemos educar adolescentes que construyan su identidad desde dentro y no desde el logo que llevan a la espalda?

La respuesta es sencilla: no podemos. Hacerlo requeriría una revolución cultural que enfrentara directamente los intereses de industrias multimillonarias y cuestionara los valores fundamentales de nuestra sociedad de consumo, y eso no va a ocurrir. Pero si no lo intentamos, dentro de otros veinte años alguien escribirá o reflexionará sobre cómo en 2025 todavía existía algún resquicio de humanidad que en 2045 habrá desaparecido completamente.

El tiempo corre. Y cada mochila VANS que compramos por miedo al rechazo social, es un clavo más en el ataúd de la autenticidad.

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EL MÉDICO DE CABECERA

«…la crónica almanseña reza que desde el año 1952 y hasta 1984, ejerció  en Almansa un médico llamado Virgilio Arteaga Ibáñez, más conocido como “don Virgilio”, un prohombre local que presidió la Asociación de la Virgen de Belén, concejal de Sanidad  bajo la alcaldía de Pascual Rodríguez García, benefactor, “ángel de la Guarda” de miles de almanseños, buena persona, pero sobre todo, facultativo de su tiempo, de aquellos a los que el juramento hipocrático obligaba más por pura convicción vocacional que por imperativo universitario, y eso se notaba a la legua…»

Luis BONETE. Periodista Copyright-2025

La crónica almanseña reza que desde el año 1952 y hasta 1984, ejerció  en Almansa un médico llamado Virgilio Arteaga Ibáñez, más conocido como “don Virgilio”, un prohombre local que presidió la Asociación de la Virgen de Belén, concejal de Sanidad  bajo la alcaldía de Pascual Rodríguez García, benefactor, “ángel de la Guarda” de miles de almanseños, buena persona, pero sobre todo, facultativo de su tiempo, de aquellos a los que el juramento hipocrático obligaba más por pura convicción vocacional que por imperativo universitario, y eso se notaba a la legua.

A quienes puedan leer estas letras señalo que fue don Virgilio, ejemplo palmario del acreditado y genuino médico de cabecera, ese galeno que te conocía prácticamente desde tu nacimiento, también a tu familia y por ende a conjunto de ciudadanos a él adscritos. La práctica médica de don Virgilio era que, tras recibir aviso, se presentaba en tu domicilio y te atendía con amabilidad paterna, y si la cosa no apuntaba trascendencia o urgencia, te recibía en su consulta diaria en calle San Francisco por orden de llegada.

Hace dos décadas, cuando ese tipo de asistencia médica apuntaba a su inexorable final, el médico de cabecera mantenía una figura casi patriarcal en la comunidad local. Conocía no solo el historial clínico de sus pacientes, sino también sus circunstancias familiares, sus preocupaciones y hasta sus manías. Las consultas duraban lo necesario, y no era extraño que se extendieran más allá de lo estrictamente médico. Aquel profesional atendía a varias generaciones de la misma familia, convirtiéndose en un referente de confianza que acompañaba desde los partos hasta los últimos días.

La relación era profundamente personal. El médico de cabecera te llamaba por tu nombre sin mirar la pantalla, recordaba que tu madre había tenido diabetes o que tu hijo era alérgico a la penicilina. Las consultas presenciales eran la norma, y el teléfono del centro de salud no resultaba una penalidad kafkiana. Había tiempo para la escucha, para detectar no solo síntomas físicos sino también señales de malestar emocional o social.

Hoy, el médico de cabecera, es ya un nostálgico recuerdo del pasado. Ha sido reemplazado por un facultativo apodado eufemísticamente “de familia” que, asignado en la tarjeta sanitaria esun galeno que trabaja en un contexto radicalmente distinto. Las agendas sobrecargadas por los pobres presupuestos y las bajas contrataciones limitan las consultas a menudo a menos de diez minutos. La presión asistencial es abrumadora: más pacientes, más burocracia, más protocolos. El médico pasa gran parte de la consulta mirando el ordenador, rellenando campos obligatorios, justificando bajas o gestionando derivaciones.

La tecnología ha traído avances innegables: acceso instantáneo a historiales digitalizados, recetas electrónicas, interconsultas más rápidas. Pero también ha interpuesto una pantalla -literal y metafórica- entre médico y paciente. La telemedicina, acelerada por la pandemia del SARS Cov-19 resulta práctica para cuestiones menores, pero ha erosionado aún más ese contacto humano esencial.

La continuidad asistencial se ha fragmentado. Los cambios frecuentes de profesionales (hoy te atiende Ayoub, al mes siguiente Roberto y en primavera Yenni), las sustituciones, los contratos precarios, impiden que se forjen vínculos duraderos. Muchos pacientes, especialmente mayores, echan de menos sentirse escuchados, no reducidos a un diagnóstico informatizado.

Llegados a este punto sería injusto culpar a los médicos actuales de la situación sanitaria que vivimos. Trabajan en un sistema tensionado por la falta de recursos, el envejecimiento poblacional y las crecientes expectativas sociales. Son, en muchos casos, tan víctimas como los propios pacientes de un modelo que prioriza la cantidad sobre la calidad.

El desafío de la medicina en los centros de salud es recuperar la esencia de aquella medicina cercana sin renunciar a los avances tecnológicos. Pero se requiere inversión, aumentar plantillas, reducir ratios, y reconocer que la salud no es solo ausencia de enfermedad, sino también sentirse cuidado. Porque al final, todos necesitamos un médico que no solo nos cure, sino que nos conozca.

Se intuye que, si no cambian las cosas, la consulta telefónica ha venido para quedarse ante la decepción y resignación de los ciudadanos-pacientes. La pandemia de Covid-19 aceleró un cambio que ya se venía gestando: la normalización de las consultas médicas telefónicas. Lo que comenzó como medida de emergencia sanitaria se ha consolidado como modalidad habitual en muchos centros de salud. Y aquí surge el debate: ¿hemos ganado en eficiencia o hemos perdido algo esencial en el camino?

Desde la mera perspectiva organizativa, las ventajas son evidentes. El teléfono permite resolver consultas menores sin desplazamientos: renovar recetas crónicas, valorar síntomas leves, dar resultados de analíticas o ajustar tratamientos. Para el paciente con movilidad reducida, para quien vive lejos del centro de salud, o para quien tiene un trabajo que dificulta ausentarse, supone una comodidad indiscutible.

También reduce la saturación de las salas de espera y optimiza el tiempo del profesional, permitiendo atender más casos en menos horas. En teoría, reserva las consultas presenciales para quienes realmente las necesitan: exploraciones físicas, diagnósticos complejos, seguimientos que requieren contacto directo.

Pero la medicina no es solamente intercambio de información. Un médico experimentado sabe que el diagnóstico empieza cuando el paciente cruza la puerta: cómo camina, su expresión facial, el tono de voz, incluso el olor pueden ser pistas cruciales. Por teléfono, todos esos indicadores desaparecen.

¿Cómo palpar un abdomen? ¿Cómo auscultar unos pulmones? ¿Cómo detectar esa palidez que sugiere anemia, o esa ligera confusión que puede indicar algo grave? La exploración física no es un capricho obsoleto: es una herramienta diagnóstica insustituible. Y su ausencia aumenta el riesgo de pasar por alto patologías importantes.

Más allá de lo clínico, existe una dimensión emocional que el teléfono mutila. La consulta presencial es un espacio de encuentro, de confianza, de complicidad terapéutica. Mirarse a los ojos, sentir que alguien te dedica atención plena, percibir empatía genuina: todo eso forma parte del proceso de dejar atrás la enfermedad y encarar la curación.

Por teléfono, el paciente a menudo se siente despachado, como si fuera un trámite más. La conversación se vuelve transaccional: síntomas, diagnóstico, receta y…, hasta luego Lucas. No hay espacio para esa pregunta adicional que el paciente se atreve a hacer cuando ya tiene la mano en el pomo de la puerta. No hay lugar para detectar la depresión oculta tras un «me duele todo» o la violencia de género camuflada en dolores difusos.

La consulta telefónica también genera desigualdades. Las personas mayores, menos familiarizadas con el teléfono como herramienta médica, o con problemas auditivos, quedan en desventaja. Quienes tienen dificultades para expresarse o no dominan bien el idioma sufren más cuando falta el apoyo del lenguaje corporal. Y aquellos sin privacidad en casa -viviendas compartidas, situaciones vulnerables- pierden la confidencialidad que garantiza la consulta presencial.

Para muchos profesionales, la consulta telefónica es fuente de frustración. Trabajar «a ciegas«, sin poder explorar, genera inseguridad. Aumentan las derivaciones a urgencias «por si acaso«, porque es imposible descartar patología seria sin ver al paciente. Y paradójicamente, lo que debía ahorrar tiempo acaba generando más consultas: el paciente llama varias veces porque no se siente bien atendido, o porque el problema no se resuelve adecuadamente.

La clave no está en demonizar ni idealizar la consulta telefónica, sino en usarla con criterio. Debería ser una opción complementaria, no la modalidad por defecto. El paciente debería poder elegir, y el médico tener autonomía para decidir cuándo es suficiente y cuándo se necesita presencialidad. Ciertos casos son apropiados para el teléfono: como seguimientos de procesos conocidos, cuestiones administrativas, renovaciones rutinarias. Pero cualquier síntoma nuevo, cualquier empeoramiento, cualquier situación que genere incertidumbre clínica, merece una consulta cara a cara, médico-paciente.

La medicina es ciencia, pero también es arte y humanidad. Reducirla a un intercambio verbal a distancia empobrece la relación terapéutica y compromete la calidad asistencial. La tecnología debe estar al servicio de las personas, no al revés. Y una sociedad que se precia de cuidar a sus ciudadanos no puede conformarse con una sanidad de ventanilla telefónica donde lo urgente desplaza sistemáticamente a lo importante.

Porque todos, algún día, necesitaremos un médico que nos mire, nos toque, y nos diga: «tranquilo, vamos a ver qué te pasa«. Y eso, por teléfono, simplemente no es posible.

Si don Virgilio levantara la cabeza….

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370 PLENOS

«…, recuerdo como si fuera hoy el primer pleno que cubrí. Fue en el salón habilitado que a tal fin disponía el Consistorio en el pasaje de coronel Arteaga. Sillas mondas y lirondas, duras, incómodas, libreta al aire, escritura a pulso y los munícipes acomodados en sillones frailunos de terciopelo rojo llenos de lamparones y…, prohibición absoluta, por parte de Antonio Callado, de grabar nada de lo que allí se ventilaba. Corría el año 1990. Era un bisoño aspirante a periodista que tenía, ahora lo sé, la absurda idea de que las decisiones adoptadas en aquel lugar que ocupaba gente principal de la localidad, cambiarían la vida en Almansa de un día para otro. Con el tiempo aprendí que la política municipal es tediosa, a veces desesperante, pero también profundamente humana. En ese salón plenario donde siempre terminaba las maratonianas sesiones…»

Luis BONETE. Periodista Copyright-2025

Recuerdo como si fuera hoy el primer pleno que cubrí. Fue en el salón habilitado que a tal fin disponía el Consistorio en el pasaje de coronel Arteaga. Sillas mondas y lirondas, duras, incómodas, libreta al aire, escritura a pulso y los munícipes acomodados en sillones frailunos de terciopelo rojo llenos de lamparones y…, prohibición absoluta, por parte de Antonio Callado, de grabar nada de lo que allí se ventilaba. Corría el año 1990. Era un bisoño aspirante a periodista que tenía, ahora lo sé, la absurda idea de que las decisiones adoptadas en aquel lugar que ocupaba gente principal de la localidad, cambiarían la vida en Almansa de un día para otro. Con el tiempo aprendí que la política municipal es tediosa, a veces desesperante, pero también profundamente humana. En ese salón plenario donde siempre terminaba las maratonianas sesiones con dolor de riñones y, sobre todo, en el que vendría tiempo más tarde, pasé cerca de 1500 horas bolígrafo, grabadora y cámara en mano, conocí ambiciones, rencores, “puñaladas traperas”, agravios, ultrajes, mofas, improperios, pactos imposibles, injurias y mentiras a capazos…, también, aunque bastante menos, momentos de verdadero sentido común.

No es objeto de este escrito el hacer un ejercicio pormenorizado de memoria o un recorrido por aquellas sesiones más conflictivas, impactantes o en las que se adoptasen decisiones trascendentes (que no estaría nada mal) sino más bien, reflexionar sobre el lugar que ocupa un plumilla de ámbito local que se las tiene que ver, informativamente hablando, cara a cara con la fauna política con la que te cruzas a diario por las calles, tomas un café, y te invita a cenas de Navidad o almuerzos de trabajo.

Ahora que ya me llega al pelo el gris, felizmente jubilado, pero en absoluto parado, 35 años después, me adjudico la autoridad de poder decir alto y claro que las sesiones plenarias revelan el alma de un pueblo mejor que cualquier campaña publicitaria. Son una radiografía de cómo convivimos: cuándo discutimos, cuándo cedemos, cuándo nos equivocamos. Y aunque muchos vecinos que no han pisado el salón de plenos de la Casa Grande (no digamos el del Pasaje) más que para ver entrar a reinas y abanderadas y llenarse la panza gratis de pasteles, se imaginan ese aposento como un templo gris donde se escenifican broncas monumentales o rebosante de discursos interminables -que a veces lo son- también- he sido testigo de acuerdos históricos, aplausos espontáneos y silencios que hablaban más que el micrófono encendido.

He presenciado para después dar cuenta de ello 370 plenos. Eso significa cientos de mañanas, tardes y noches escribiendo con prisa, intentando a veces vanamente, destruir el tecnicismo fatuo con el que se expresa de forma ridícula la clase política, y convertirlo en algo blandito, incluso “salivado” que cualquier vecino pudiera entender y asumir sin que le produjera acidez. 370 plenos vividos implican haber visto concejales llorar, insultar, dimitir, reconciliarse, ganar y perder. Significa haber escuchado la misma promesa repetida diez veces y, aun así, encontrar una forma distinta de no cumplirla jamás.

Nunca he ganado premio alguno por mi trabajo plenario, ni lo he pretendido. Pero si he sido testigo de la transformación de mi ciudad, de obras que empezaron en un plano y hoy son parques, calles, centros culturales, también de proyectos que murieron en una carpeta gris; me he ido con la espina del nuevo Conservatorio…, pero sonría quien esto lea, parece que los tiburones con aleta caudal en forma de rosa roja lo tienen previsto a las puertas de las próximas municipales.

Durante los años de celebración de 370 plenos he conocido concejales brillantes, otros sencillos, muchos honestos, también a ediles “piedras de mechero”, desgraciadamente he tenido que respirar el mismo aire que un vicioso crápula, y observado, por su nefasta gestión, otros munícipes que nunca deberían haber ocupado un escaño en Casa Grande. He visto, finalmente ya sin asombro alguno, cómo enemigos políticos tras quitarse el pellejo y decirse en público pringue zorra, salían juntos del pleno, tomaban un café, incluso se reían las gracias. He presenciado traiciones, investiduras tensas, puñaladas traperas, plenos eternos que parecían no terminar jamás. Y siempre había un momento que valía la pena, una frase, una decisión, una grieta por donde asomaba la verdad. Eso sí merecía la pena.

A veces, tras parame por la calle, algunos conocidos me preguntan si mi periodismo sirvió de algo. Si mis crónicas cambiaron el rumbo de una decisión política, si contribuyeron a mejorar la vida del municipio. La respuesta honesta y sincera es que en alguna ocasión si sucedió, pero en lo general lo desconozco. De lo que sí estoy convencido es que los 370 plenos fueron trasladados a los ciudadanos, y que informar es iluminar. Cuando una noticia es clara, cuando un artículo explica lo que otros quisieron esconder en un lenguaje técnico y embarrado, entonces se cumple con el deber. Y eso, aunque no cure todos los males, al menos evita la oscuridad.

Hoy, en la tranquilidad de mi jubilación, ya no corro detrás de las notas de prensa ni espero con ansiedad la citación de las ruedas de prensa con las que salir informando al día siguiente. Pero a veces vuelvo al salón de plenos, aunque solo sea con la memoria. Veo mi silla habitual, la mesa donde apoyaba la grabadora, los folios listos para ser emborronados, es en eso momento cuando comprendo que he sido parte de una maquinaria discreta pero necesaria: la memoria de mi ciudad.

No sé si el lector recuerda mi firma, pero yo sí recuerdo a mi audiencia. Recuerdo a los vecinos que llamaban para preguntarme por qué se aplazó una obra, por qué subía la tasa de la basura, por qué se aprobaba un plan urbanístico. Ese interés ciudadano justificaba cada desvelo. Porque el periodismo, cuando se ejerce con honestidad, es un puente: lleva la información desde los despachos hasta la calle.

He contado lo que vi. Lo mejor que pude. Lo más fiel posible. Y aunque el mundo siga adelante sin mis crónicas, me quedo con la certeza de que cada pleno que narré fue un capítulo del libro invisible de la ciudad que me vio nacer.

32 años. 370 plenos. Miles de historias pequeñas que, juntas, explican quiénes fuimos y quiénes somos.

Y con eso, me he retirado tranquilo, algo que más de uno ha agradecido.

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CASA GRANDE: ASIMETRÍA DE PODER

«…, desde la llegada al poder municipal del equipo de Gobierno social-comunista, es notorio que la fachada de la antigua casa de los Cirat ha dejado atrás su marchamo de espacio público propiedad de todos los ciudadanos de esta Villa. Es incuestionable que, tras el arribo de Pilar Callado al despacho de la planta noble de la Casa Grande, se ha generalizado su utilización como lienzo o paramento donde ubicar todo tipo de mensajes políticos, reivindicativos y propagandísticos…»

Luis BONETE. Periodista. Copyright-2025

Desde la llegada al poder municipal del equipo de Gobierno social-comunista, es notorio que la fachada de la antigua casa de los Cirat ha dejado atrás su marchamo de espacio público propiedad de todos los ciudadanos de esta Villa. Es incuestionable que, tras el arribo de Pilar Callado al despacho de la planta noble de la Casa Grande, se ha generalizado su utilización como lienzo o paramento donde ubicar todo tipo de mensajes políticos, reivindicativos y propagandísticos.

En estos momentos cuelga en su fachada la bandera de Palestina que, en términos legales internacionales solamente tiene estatus de observador en la ONU, pero no es miembro de pleno derecho, y pende según me cuenta un buen amigo con el que habitualmente debato asuntos municipales, “…, porque lo han decidido media docena de colectivos…”. Pero que recuerde, antes que la bandera palestina, se han visto colgando de los balcones del Ayuntamiento gallardetes relativos al Día del Orgullo Gay, Feminismo, Día de la Mujer, contra el Cáncer, Día Mundial de la Enfermedad Mental, contra la violencia de género…, y más avisos que ahora no recapitulo; por cierto, no he observado exhibición pública alguna de la bandera de España en el Día de la Hispanidad.

Regresando al asunto de uso de la fachada de la Casa Grande, opino en primer lugar, que existe una clara asimetría de poder. Quienes ostentan hoy el poder municipal (PSOE-IU) tienen un acceso privilegiado a este espacio, lo que les permite proyectar sus mensajes sin las limitaciones que afectan al ciudadano de a pie. Mientras que la multitud de colectivos que operan en Almansa deben luchar por conseguir un espacio público para expresar sus demandas, la administración municipal hace tabla rasa y despliega “sus banderas” sin trabas. Esta prerrogativa institucional convierte, lo que aparenta y debería de ser un trampolín democrático, en un instrumento de propaganda que favorece desproporcionadamente al equipo de Gobierno social-comunista que preside Pilar Callado.

Además, la multiplicación de mensajes en la fachada de Casa Grande, desde mi punto de vista, genera saturación visual y una clara banalización del discurso social y político. Debería la señora alcaldesa darse cuenta, que para ello tiene su “equipo asesor”, que cuando todo es reivindicación y todo es urgencia, nada destaca verdaderamente. Apuesto doble contra sencillo que, si se hiciera una auténtica encuesta entre los almanseños, el resultado mayoritario apuntaría a concluir que el edificio municipal y su fachada, deben de jugar en la liga de encarnar la neutralidad institucional y el bien común, en caso contrario (como viene ocurriendo) la portada manierista de los Pina, se convierte en un tablón de anuncios desordenado donde conviven consignas electorales, demandas identitarias y gestos simbólicos. ¿Resultado?: la solemnidad del espacio se diluye.

No acaba aquí la cosa, no. Existe también una contradicción fundamental: estas acciones que aluden y/o se justifican en una supuesta democratización del espacio público, en realidad lo que hacen es colonizarlo con la ideología de unos pocos. Un ciudadano que discrepe con el mensaje, a día de hoy con ver colgar la bandera de Palestina, no puede simplemente ignorarlo, porque forma parte del paisaje institucional de nuestra ciudad. Parece que nadie ha caído en la cuenta de que sufrimos una forma de imposición simbólica que reclama consentimiento mediante la ocupación del espacio público.

Como conclusión, quiero poner el acento en que estas prácticas erosionan la distinción entre la administración pública y la actividad política partidista. El Ayuntamiento de Almansa (no sé qué hacen los demás) debe servir a toda la población, no convertirse en centros de campaña permanente de colectivos con una mínima representatividad ciudadana. Cuando la fachada se transforma en territorios de la confrontación ideológica, y lo hace a menudo, la institución municipal almanseña pierde el carácter de árbitro neutral que debería mantener.

La solución a este debate, por supuesto, no es prohibir la expresión de demandas sociales, sino recuperar la idea de que existen otros espacios dedicados específicamente a ello, distintos de aquellos que representan la autoridad pública. Los muros institucionales de la Casa Grande deben reflejar la pluralidad, no replicar la lógica de la propaganda. Solo así el espacio público seguirá siendo realmente de todos.

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