370 PLENOS

«…, recuerdo como si fuera hoy el primer pleno que cubrí. Fue en el salón habilitado que a tal fin disponía el Consistorio en el pasaje de coronel Arteaga. Sillas mondas y lirondas, duras, incómodas, libreta al aire, escritura a pulso y los munícipes acomodados en sillones frailunos de terciopelo rojo llenos de lamparones y…, prohibición absoluta, por parte de Antonio Callado, de grabar nada de lo que allí se ventilaba. Corría el año 1990. Era un bisoño aspirante a periodista que tenía, ahora lo sé, la absurda idea de que las decisiones adoptadas en aquel lugar que ocupaba gente principal de la localidad, cambiarían la vida en Almansa de un día para otro. Con el tiempo aprendí que la política municipal es tediosa, a veces desesperante, pero también profundamente humana. En ese salón plenario donde siempre terminaba las maratonianas sesiones…»

Luis BONETE. Periodista Copyright-2025

Recuerdo como si fuera hoy el primer pleno que cubrí. Fue en el salón habilitado que a tal fin disponía el Consistorio en el pasaje de coronel Arteaga. Sillas mondas y lirondas, duras, incómodas, libreta al aire, escritura a pulso y los munícipes acomodados en sillones frailunos de terciopelo rojo llenos de lamparones y…, prohibición absoluta, por parte de Antonio Callado, de grabar nada de lo que allí se ventilaba. Corría el año 1990. Era un bisoño aspirante a periodista que tenía, ahora lo sé, la absurda idea de que las decisiones adoptadas en aquel lugar que ocupaba gente principal de la localidad, cambiarían la vida en Almansa de un día para otro. Con el tiempo aprendí que la política municipal es tediosa, a veces desesperante, pero también profundamente humana. En ese salón plenario donde siempre terminaba las maratonianas sesiones con dolor de riñones y, sobre todo, en el que vendría tiempo más tarde, pasé cerca de 1500 horas bolígrafo, grabadora y cámara en mano, conocí ambiciones, rencores, “puñaladas traperas”, agravios, ultrajes, mofas, improperios, pactos imposibles, injurias y mentiras a capazos…, también, aunque bastante menos, momentos de verdadero sentido común.

No es objeto de este escrito el hacer un ejercicio pormenorizado de memoria o un recorrido por aquellas sesiones más conflictivas, impactantes o en las que se adoptasen decisiones trascendentes (que no estaría nada mal) sino más bien, reflexionar sobre el lugar que ocupa un plumilla de ámbito local que se las tiene que ver, informativamente hablando, cara a cara con la fauna política con la que te cruzas a diario por las calles, tomas un café, y te invita a cenas de Navidad o almuerzos de trabajo.

Ahora que ya me llega al pelo el gris, felizmente jubilado, pero en absoluto parado, 35 años después, me adjudico la autoridad de poder decir alto y claro que las sesiones plenarias revelan el alma de un pueblo mejor que cualquier campaña publicitaria. Son una radiografía de cómo convivimos: cuándo discutimos, cuándo cedemos, cuándo nos equivocamos. Y aunque muchos vecinos que no han pisado el salón de plenos de la Casa Grande (no digamos el del Pasaje) más que para ver entrar a reinas y abanderadas y llenarse la panza gratis de pasteles, se imaginan ese aposento como un templo gris donde se escenifican broncas monumentales o rebosante de discursos interminables -que a veces lo son- también- he sido testigo de acuerdos históricos, aplausos espontáneos y silencios que hablaban más que el micrófono encendido.

He presenciado para después dar cuenta de ello 370 plenos. Eso significa cientos de mañanas, tardes y noches escribiendo con prisa, intentando a veces vanamente, destruir el tecnicismo fatuo con el que se expresa de forma ridícula la clase política, y convertirlo en algo blandito, incluso “salivado” que cualquier vecino pudiera entender y asumir sin que le produjera acidez. 370 plenos vividos implican haber visto concejales llorar, insultar, dimitir, reconciliarse, ganar y perder. Significa haber escuchado la misma promesa repetida diez veces y, aun así, encontrar una forma distinta de no cumplirla jamás.

Nunca he ganado premio alguno por mi trabajo plenario, ni lo he pretendido. Pero si he sido testigo de la transformación de mi ciudad, de obras que empezaron en un plano y hoy son parques, calles, centros culturales, también de proyectos que murieron en una carpeta gris; me he ido con la espina del nuevo Conservatorio…, pero sonría quien esto lea, parece que los tiburones con aleta caudal en forma de rosa roja lo tienen previsto a las puertas de las próximas municipales.

Durante los años de celebración de 370 plenos he conocido concejales brillantes, otros sencillos, muchos honestos, también a ediles “piedras de mechero”, desgraciadamente he tenido que respirar el mismo aire que un vicioso crápula, y observado, por su nefasta gestión, otros munícipes que nunca deberían haber ocupado un escaño en Casa Grande. He visto, finalmente ya sin asombro alguno, cómo enemigos políticos tras quitarse el pellejo y decirse en público pringue zorra, salían juntos del pleno, tomaban un café, incluso se reían las gracias. He presenciado traiciones, investiduras tensas, puñaladas traperas, plenos eternos que parecían no terminar jamás. Y siempre había un momento que valía la pena, una frase, una decisión, una grieta por donde asomaba la verdad. Eso sí merecía la pena.

A veces, tras parame por la calle, algunos conocidos me preguntan si mi periodismo sirvió de algo. Si mis crónicas cambiaron el rumbo de una decisión política, si contribuyeron a mejorar la vida del municipio. La respuesta honesta y sincera es que en alguna ocasión si sucedió, pero en lo general lo desconozco. De lo que sí estoy convencido es que los 370 plenos fueron trasladados a los ciudadanos, y que informar es iluminar. Cuando una noticia es clara, cuando un artículo explica lo que otros quisieron esconder en un lenguaje técnico y embarrado, entonces se cumple con el deber. Y eso, aunque no cure todos los males, al menos evita la oscuridad.

Hoy, en la tranquilidad de mi jubilación, ya no corro detrás de las notas de prensa ni espero con ansiedad la citación de las ruedas de prensa con las que salir informando al día siguiente. Pero a veces vuelvo al salón de plenos, aunque solo sea con la memoria. Veo mi silla habitual, la mesa donde apoyaba la grabadora, los folios listos para ser emborronados, es en eso momento cuando comprendo que he sido parte de una maquinaria discreta pero necesaria: la memoria de mi ciudad.

No sé si el lector recuerda mi firma, pero yo sí recuerdo a mi audiencia. Recuerdo a los vecinos que llamaban para preguntarme por qué se aplazó una obra, por qué subía la tasa de la basura, por qué se aprobaba un plan urbanístico. Ese interés ciudadano justificaba cada desvelo. Porque el periodismo, cuando se ejerce con honestidad, es un puente: lleva la información desde los despachos hasta la calle.

He contado lo que vi. Lo mejor que pude. Lo más fiel posible. Y aunque el mundo siga adelante sin mis crónicas, me quedo con la certeza de que cada pleno que narré fue un capítulo del libro invisible de la ciudad que me vio nacer.

32 años. 370 plenos. Miles de historias pequeñas que, juntas, explican quiénes fuimos y quiénes somos.

Y con eso, me he retirado tranquilo, algo que más de uno ha agradecido.

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