EL MÉDICO DE CABECERA

«…la crónica almanseña reza que desde el año 1952 y hasta 1984, ejerció  en Almansa un médico llamado Virgilio Arteaga Ibáñez, más conocido como “don Virgilio”, un prohombre local que presidió la Asociación de la Virgen de Belén, concejal de Sanidad  bajo la alcaldía de Pascual Rodríguez García, benefactor, “ángel de la Guarda” de miles de almanseños, buena persona, pero sobre todo, facultativo de su tiempo, de aquellos a los que el juramento hipocrático obligaba más por pura convicción vocacional que por imperativo universitario, y eso se notaba a la legua…»

Luis BONETE. Periodista Copyright-2025

La crónica almanseña reza que desde el año 1952 y hasta 1984, ejerció  en Almansa un médico llamado Virgilio Arteaga Ibáñez, más conocido como “don Virgilio”, un prohombre local que presidió la Asociación de la Virgen de Belén, concejal de Sanidad  bajo la alcaldía de Pascual Rodríguez García, benefactor, “ángel de la Guarda” de miles de almanseños, buena persona, pero sobre todo, facultativo de su tiempo, de aquellos a los que el juramento hipocrático obligaba más por pura convicción vocacional que por imperativo universitario, y eso se notaba a la legua.

A quienes puedan leer estas letras señalo que fue don Virgilio, ejemplo palmario del acreditado y genuino médico de cabecera, ese galeno que te conocía prácticamente desde tu nacimiento, también a tu familia y por ende a conjunto de ciudadanos a él adscritos. La práctica médica de don Virgilio era que, tras recibir aviso, se presentaba en tu domicilio y te atendía con amabilidad paterna, y si la cosa no apuntaba trascendencia o urgencia, te recibía en su consulta diaria en calle San Francisco por orden de llegada.

Hace dos décadas, cuando ese tipo de asistencia médica apuntaba a su inexorable final, el médico de cabecera mantenía una figura casi patriarcal en la comunidad local. Conocía no solo el historial clínico de sus pacientes, sino también sus circunstancias familiares, sus preocupaciones y hasta sus manías. Las consultas duraban lo necesario, y no era extraño que se extendieran más allá de lo estrictamente médico. Aquel profesional atendía a varias generaciones de la misma familia, convirtiéndose en un referente de confianza que acompañaba desde los partos hasta los últimos días.

La relación era profundamente personal. El médico de cabecera te llamaba por tu nombre sin mirar la pantalla, recordaba que tu madre había tenido diabetes o que tu hijo era alérgico a la penicilina. Las consultas presenciales eran la norma, y el teléfono del centro de salud no resultaba una penalidad kafkiana. Había tiempo para la escucha, para detectar no solo síntomas físicos sino también señales de malestar emocional o social.

Hoy, el médico de cabecera, es ya un nostálgico recuerdo del pasado. Ha sido reemplazado por un facultativo apodado eufemísticamente “de familia” que, asignado en la tarjeta sanitaria esun galeno que trabaja en un contexto radicalmente distinto. Las agendas sobrecargadas por los pobres presupuestos y las bajas contrataciones limitan las consultas a menudo a menos de diez minutos. La presión asistencial es abrumadora: más pacientes, más burocracia, más protocolos. El médico pasa gran parte de la consulta mirando el ordenador, rellenando campos obligatorios, justificando bajas o gestionando derivaciones.

La tecnología ha traído avances innegables: acceso instantáneo a historiales digitalizados, recetas electrónicas, interconsultas más rápidas. Pero también ha interpuesto una pantalla -literal y metafórica- entre médico y paciente. La telemedicina, acelerada por la pandemia del SARS Cov-19 resulta práctica para cuestiones menores, pero ha erosionado aún más ese contacto humano esencial.

La continuidad asistencial se ha fragmentado. Los cambios frecuentes de profesionales (hoy te atiende Ayoub, al mes siguiente Roberto y en primavera Yenni), las sustituciones, los contratos precarios, impiden que se forjen vínculos duraderos. Muchos pacientes, especialmente mayores, echan de menos sentirse escuchados, no reducidos a un diagnóstico informatizado.

Llegados a este punto sería injusto culpar a los médicos actuales de la situación sanitaria que vivimos. Trabajan en un sistema tensionado por la falta de recursos, el envejecimiento poblacional y las crecientes expectativas sociales. Son, en muchos casos, tan víctimas como los propios pacientes de un modelo que prioriza la cantidad sobre la calidad.

El desafío de la medicina en los centros de salud es recuperar la esencia de aquella medicina cercana sin renunciar a los avances tecnológicos. Pero se requiere inversión, aumentar plantillas, reducir ratios, y reconocer que la salud no es solo ausencia de enfermedad, sino también sentirse cuidado. Porque al final, todos necesitamos un médico que no solo nos cure, sino que nos conozca.

Se intuye que, si no cambian las cosas, la consulta telefónica ha venido para quedarse ante la decepción y resignación de los ciudadanos-pacientes. La pandemia de Covid-19 aceleró un cambio que ya se venía gestando: la normalización de las consultas médicas telefónicas. Lo que comenzó como medida de emergencia sanitaria se ha consolidado como modalidad habitual en muchos centros de salud. Y aquí surge el debate: ¿hemos ganado en eficiencia o hemos perdido algo esencial en el camino?

Desde la mera perspectiva organizativa, las ventajas son evidentes. El teléfono permite resolver consultas menores sin desplazamientos: renovar recetas crónicas, valorar síntomas leves, dar resultados de analíticas o ajustar tratamientos. Para el paciente con movilidad reducida, para quien vive lejos del centro de salud, o para quien tiene un trabajo que dificulta ausentarse, supone una comodidad indiscutible.

También reduce la saturación de las salas de espera y optimiza el tiempo del profesional, permitiendo atender más casos en menos horas. En teoría, reserva las consultas presenciales para quienes realmente las necesitan: exploraciones físicas, diagnósticos complejos, seguimientos que requieren contacto directo.

Pero la medicina no es solamente intercambio de información. Un médico experimentado sabe que el diagnóstico empieza cuando el paciente cruza la puerta: cómo camina, su expresión facial, el tono de voz, incluso el olor pueden ser pistas cruciales. Por teléfono, todos esos indicadores desaparecen.

¿Cómo palpar un abdomen? ¿Cómo auscultar unos pulmones? ¿Cómo detectar esa palidez que sugiere anemia, o esa ligera confusión que puede indicar algo grave? La exploración física no es un capricho obsoleto: es una herramienta diagnóstica insustituible. Y su ausencia aumenta el riesgo de pasar por alto patologías importantes.

Más allá de lo clínico, existe una dimensión emocional que el teléfono mutila. La consulta presencial es un espacio de encuentro, de confianza, de complicidad terapéutica. Mirarse a los ojos, sentir que alguien te dedica atención plena, percibir empatía genuina: todo eso forma parte del proceso de dejar atrás la enfermedad y encarar la curación.

Por teléfono, el paciente a menudo se siente despachado, como si fuera un trámite más. La conversación se vuelve transaccional: síntomas, diagnóstico, receta y…, hasta luego Lucas. No hay espacio para esa pregunta adicional que el paciente se atreve a hacer cuando ya tiene la mano en el pomo de la puerta. No hay lugar para detectar la depresión oculta tras un «me duele todo» o la violencia de género camuflada en dolores difusos.

La consulta telefónica también genera desigualdades. Las personas mayores, menos familiarizadas con el teléfono como herramienta médica, o con problemas auditivos, quedan en desventaja. Quienes tienen dificultades para expresarse o no dominan bien el idioma sufren más cuando falta el apoyo del lenguaje corporal. Y aquellos sin privacidad en casa -viviendas compartidas, situaciones vulnerables- pierden la confidencialidad que garantiza la consulta presencial.

Para muchos profesionales, la consulta telefónica es fuente de frustración. Trabajar «a ciegas«, sin poder explorar, genera inseguridad. Aumentan las derivaciones a urgencias «por si acaso«, porque es imposible descartar patología seria sin ver al paciente. Y paradójicamente, lo que debía ahorrar tiempo acaba generando más consultas: el paciente llama varias veces porque no se siente bien atendido, o porque el problema no se resuelve adecuadamente.

La clave no está en demonizar ni idealizar la consulta telefónica, sino en usarla con criterio. Debería ser una opción complementaria, no la modalidad por defecto. El paciente debería poder elegir, y el médico tener autonomía para decidir cuándo es suficiente y cuándo se necesita presencialidad. Ciertos casos son apropiados para el teléfono: como seguimientos de procesos conocidos, cuestiones administrativas, renovaciones rutinarias. Pero cualquier síntoma nuevo, cualquier empeoramiento, cualquier situación que genere incertidumbre clínica, merece una consulta cara a cara, médico-paciente.

La medicina es ciencia, pero también es arte y humanidad. Reducirla a un intercambio verbal a distancia empobrece la relación terapéutica y compromete la calidad asistencial. La tecnología debe estar al servicio de las personas, no al revés. Y una sociedad que se precia de cuidar a sus ciudadanos no puede conformarse con una sanidad de ventanilla telefónica donde lo urgente desplaza sistemáticamente a lo importante.

Porque todos, algún día, necesitaremos un médico que nos mire, nos toque, y nos diga: «tranquilo, vamos a ver qué te pasa«. Y eso, por teléfono, simplemente no es posible.

Si don Virgilio levantara la cabeza….

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